Imaginé el futuro. Por una vez, pensé en algo rentable,
real, posible. No pinté castillos ni casa de campo, no inventé ciudades
divididas por ríos ni rascacielos grises. No sé dónde estaba pero estaba. Y
estabas tú. Y yo era feliz y tú eras feliz. Éramos mayores. Y me escuchabas y
me mirabas mientras yo reía y te contaba de él. De lo maravilloso que es y de
lo bien que me hace sentir. De sus manos y de cómo las usa. Y la luz del sol
entraba por la ventana y se revolvía con mi cabello. Y tú te movías en tu silla
frente a mi. Y yo no esperaba que las cosas cambiaran, ni que tú te levantaras
de tu asiento y me besaras. Ni que de tus labios saliera una confesión ni un
secreto guardado por años o encontrado minutos antes.
Todo era como debía de ser y sin saberlo, esa simple
fantasía arrancó de mi pecho una telaraña. No sabía que la tenía ni cuánto
tiempo había estado ahí; se había adherido a mis músculos, los hilos fusionados
a la textura de mi cuerpo. Cuando cayó de mi, el movimiento quemó mi piel como
una cuerda y esa sombra que había cargado sobre el rojo, desapareció. Nunca me
sentí tan vulnerable.
Por un momento el aire desapareció, mis pulmones se
contrajeron y yo quedé sin más remedio que aceptar que te necesito.