Sunday, November 24, 2013

De pronto hay que tocarse el corazón con el dedo.
Es como tocarse un ojo: piensas mucho antes de hacerlo, te pones delante del espejo y lo intentas varias veces sin éxito. Cuando por fin hace contacto la piel rugosa con lo delicado del globo blanco, la primera sensación es de ardor. Quema un poco tocarse los ojos, tan encerrados siempre en sus cuencas, protegidos por los párpados que automáticamente se cierran cuando sienten algún riesgo. Los ojos están también secos. No es fácil deslizar el dedo sobre ellos. Son de una consitencia extraña, duros pero suficientemente suaves para volverse líquidos cuando nos morimos. Como huevos cocidos.
Tengo una imagen en la cabeza de cómo es tocarse el corazón. Hay que sacarse la camisa, desabrocharse el brasier, pararse frente al espejo y con el bisturí, hacer una insición. Hay que presionar justo en el centro del pecho para que las costillas se abran, y ya abiertas, separarlas lo más que se pueda. Hay que meter la mano y ahí está, por encima de los pulmones que no se parecen nada a lo que pensamos de los pulmones. No son esas bolsas transparentes y ligeras llenas de aire, sino sacos de músculo de apariencia ruda y pesada. Hay que proceder con cuidado, despacio. Primero la punta del dedo cae sobre el músculo rojo, aún vivo y palpitante, acelerado porque presiente el dolor. Y es que duele, tocarse el ojo arde pero tocarse el corazón duele igual que si lo quemaran. Ya está la yema del dedo, ahora lo largo se va acomodando sobre la pared lisa del órgano. Y así con el resto de la mano hasta cubrirlo todo.

Se recomienda vivir con el corazón en la mano, aunque puede tornarse un poco impráctico; recominedo mejor vivir con la mano en el corazón.

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