Friday, November 22, 2013

Cómo sufrimos por la partida de los seres amados.
Cómo intentamos retenerlos de cualquier manera.
Cómo olvidamos que todos estamos aquí por un minuto, el minuto más largo que podemos imaginar. Nuestra propia existencia está prestada. Aun así, lloramos por lo perdido, por los recuerdos, por las imágenes que inventamos de un futuro que no llegará. Lloramos por lo que nunca tuvimos por nuestra propia desidia, por los miedos que nos ataron.

Hay quienes llegan de pronto y se van igual de rápido, otros que se quedan por un tiempo más largo. Algunos se despiden sin prisa, toman primero un café mientras leen las noticias. Algunos desaparecen sin dejar rastro para poder seguirlos. Otros no nos dejan nunca, se quedan envueltos en tul gris en algún lugar oscuro de la mente hasta que volvemos a hablar de ellos y el tul, en su transparencia, deja entre ver las imágenes que fuímos.

Por más que desaparezcamos, la historia nunca se termina. Nunca hay finales hasta que el final somos nosotros mismos. En ese momento la historia se acaba de tajo, sin motivos ni esperanzas. Sin ilusiones para más tarde. Somos todo lo que hemos leído, lo que hemos visto, las personas que hemos conocido y lo que hemos soñado. También somos lo que nos han hecho ser, lo que nos han escrito, lo que nos han gritado desde pequeños que debemos creer. Y sobre todo, somos palabras.
Las que se han dicho, las que callamos, las que escribimos solo para nosotros sabiendo que nadie leerá nunca. Con la distancia y aun en lo cercano nos convertimos en letras, digitales o en tinta, nos vamos diluyendo en papeles y pantallas hasta olvidar en dónde comenzó todo. Y sin saberlo ni planearlo tanto, nos vamos convirtiendo uno al otro en poemas. Y nos amaremos como poetas. De lejos, de mentiras, de mientras, de contradicciones, de hasta luegos y más tardes.

El mundo entero cabe en una carta bien escrita. Y yo debo dejar de enamorarme de poetas.

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