A veces pierdo mi cara y la encuentro en una fotografía de hace meses con la blusa azulverde y la sonrisa que debió ser completa y explosiva pero es solo una sonrisa a medias sin enseñar los dientes pero enseñando las patas de gallo alrededor de los ojos chechos que brillan. Sí, brillan. Brillan o es el reflejo de la luz en el agua de las cuencas que entonces eran verdes no por la blusa sino por la compañía y el día y la alegría maravillosa que sentía.
A veces olvido mi cara y la encuentro en un rincón lleno de recuerdos donde se le veía feliz y adorada y efímera y eterna al mismo tiempo y no sé cómo ni cuándo ni por qué ya no es, aun si los demás no lo notan o lo notan pero no lo dicen, yo lo sé.
Lo sé porque ya antes he olvidado mi cara y la encontré en el espejo que me veía de frente cundo era niña y me peinaba mi mamá jalando el cabello tan fuerte hacia atrás que los ojos se me hacían chinitos como los tuyos pero más.
La encontré en el espejo cuando guardaba el azuloscurocasinegro de esa noche con la cara llena de heridas dulces después de haber pasado el momento entregando recuerdos en los labios que no eran rojos, me acuerdo, eran carmesí.
Tantas veces la he encontrado como submarino llena de agua después y durante y antes de la tormeta y de algunos huracanes que no pude resistir sin hundirme aunque me agarrara con ganas del lavamanos en el baño de arriba donde nadie escucha nada y nadie se entera.
A veces la veo desde lejos como si la viera por los ojos de otros y luego me despierto y sé que esa es solo una construcción de mi misma y no los ojos de los otros que me miran desde lejos y aún sabiéndolo la encuentro y la tomo para no olvidarla de nuevo, para no perdela de nuevo, aun si cada desencuentro lleve a encontrarla, fascinada por ver que todavía existe, que aunque se pierde de cuando en cuando todavía vive.