Tuesday, January 3, 2012

¿Recuerdas ese bar que tiene un gran pulpo pintado con marcador en la pared? Está detrás de esa plaza donde no hay ficciones, en la calle que, en caso de seguirla, te lleva directo a la tienda de tatuajes donde me perforé la nariz y a un puerto de China con muñecas desnudas. Si compras una bebida te regalan palomitas. Cuando conocí al pulpo hacía frío pero no tanto, Estefanía, la chica esquizofrénica del gorrito marinero me dijo que su amiga había pasado uno o dos días dibujándolo en la pared. Me lo dijo mientras la acompañaba a que fumara un cigarro, recargadas en ladrillos y rodeadas por bolsas de basura. Después me invitó de visita a un museo. Cuando entramos, entre copas y palomitas y skatos, le dije:

—Quiero escribir un cuento de ese pulpo. ¿Imaginas que las ventosas fueran en realidad teclas de máquina? ¿Imaginas sumergirte en el mar y que atrapen sus tentáculos y te roben todas las historias de tu vida? Y cuando salgas, tengas todas las letras marcadas en la piel.

Me dijo que sí, que debería.

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