Saturday, November 12, 2011

Muérdete el labio, tira del lóbulo, piérdete en el camino.

Ya no escuches esa canción, dale vuelta a la llave, ábrele a las mariposas.

Cierra los ojos, déjate llevar.

Muérdete la lengua, aprende a decir que sí. Vuelve a la poesía. Vuelve a las hormigas en los brazos. Cambia el aceite por sangre, los ojos rojos por lágrimas. Tiembla.

Déjate caer. Ya estás ahí, frente al hoyo que el conejo cavó; anda un paso más.

Las paredes están desmoronándose a un lado tuyo y tú, debajo de las cobijas agarrada a una almohada, con los párpados apretados esperando a la mañana, a que el Sol vuelva a ser tuyo en ese rectángulo móvil. Tienes cinco años y hay monstruos debajo de la cama; en lugar de comerte te miran a los ojos y te enseñan lo que no quieres ver. Te toman de la mano y te susurran al oído lo que no quieres oír y tú, los sientas en tus sábanas y te apoyas en sus brazos peludos, en sus pechos que no respiran aire. Les traes galletas y leche caliente y cuando se van te despides sabiendo que volverán a la noche siguiente. Y siempre vuelven.

Antes tenías el cielo dentro; aún de noche y en la tormenta, cuando no había estrellas, la infinidad giraba dentro de tus huesos. Ahora nada te conecta. La médula se quedó fría, tiesa. Antes volabas por el universo y así existías; ahora estás quieta. No dejas que nada te mueva. Que nadie te toque. Mejor así, dicen los abuelos, mejor sin sentir. Vive pero no mueras, aprende pero no intentes, corre pero no caigas, haz pero no fracases. Vive pero no llores. Vive pero no rías.

Anda, ve; vive.

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