Esa mala
costumbre de quitarme las pestañas a todas horas. De dejarlas regadas por
libros y escritorios y sábanas blancas. Nunca lloré al ver que se cerraban las
puertas del tren. Está prohibido besarse en los andenes de París. Y en los
callejones de Guanajuato. Y en la mesa a la hora de comer. Y escribirte a cualquier
hora no más porque sí. Se acabaron los días con sabor paleta de limón, quedan sólo
tazas de café cargado y leche.
Yo
también quiero tomar tragos largos de vasos cortos. Despertar a las 12 del día
entre trinos y fuentes. No tener que llorar para tener los ojos verdes.
Yo
también odio decir adiós; hasta mañana; buenas noches. Hay que tirar la razón
por la ventana y sacar los nervios del cuerpo para que les dé el aire. Tal vez
así se dejen de adormilamientos y funcionen como deben. Dejar el corazón en
cada visita, siempre, para no cargarlo de vuelta, pesado con melancolía. Dejar
el olor para irme sin saber a qué huelo. Dejar el aire de los pulmones y
regresar vacía, con la ventana abierta para llenarme de nuevo.
¿Por qué
regreso?
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